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    Una estrella súbita, caída, perenne…

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    Una estrella súbita, caída, perenne…

    La tos seca viene a cada rato y luego desaparece. Ya está acostumbrado. Aguanta la respiración, toma sorbos de aire por la nariz, lentamente, pero cuando llegan a los bronquios, siente una cosquilla fastidiosa en los pulmones y tose otra vez con fuerza.

    Aunque le falta el aire, sabe que inhalar por la boca ―o hacerlo rápido― empeorará el ataque de asma. La humedad de la selva y el frío de las caminatas nocturnas agravan su padecimiento. A veces no puede dormir de tanta fatiga.

    Recorre junto a sus hombres la belleza del paisaje rural de Bolivia, pero ni el verde selvático ni las increíbles vistas de cordilleras y farallones producen sorpresa en el guerrillero ensimismado. Es su tropa en ese momento un puñado de sombras hambrientas, cansadas y sucias, en constante peligro de ser detectadas por el enemigo. Llevan demasiado tiempo sin bañarse, les cuesta rellenar de agua las cantimploras y las discusiones y pequeñas indisciplinas comienzan a ser preocupantes para el jefe de la columna.

    Muchos pelearon en Cuba y extrañan la hospitalidad de los guajiros de la Sierra Maestra. Acá, luego de 11 meses de guerrilla, todavía no han podido organizar una red de apoyo entre los campesinos, quienes los miran con miedo y precaución. A esta altura, la ayuda de las ciudades es inexistente y no se puede esperar ningún tipo de colaboración del Partido Comunista boliviano, más preocupado por seguir las órdenes que llegan desde la Unión Soviética, que por cooperar con el incipiente movimiento guerrillero.

    Mientras carga el peso de su mochila y se irrita por lo difícil que resulta avanzar de noche con El Chino, el comandante Ernesto Guevara de la Serna calcula el tiempo que lleva sin contacto con el gobierno cubano. Algunas veces sintoniza Radio Habana Cuba en un pequeño equipo de pilas, escucha las noticias y se permite unos minutos para pensar en sus hijos, en Aleida, en Fidel, en sus amigos…

    El estado de ánimo de los hombres no es precisamente bueno. Muchos de sus compañeros han muerto en combate o han sido asesinados por el Ejército. La aviación amenaza con encontrarlos. Suben y bajan cerros hasta que se topan con la Quebrada del Yuro, zona de laderas pedregosas y cañadas tupidas de vegetación.

    En la mañana del 8 de octubre, un campesino que los ve pasar cerca de sus sembrados los delata con las tropas del régimen, un centenar de soldados que acampan cerca de allí. Poco después rompe el combate. Sobre las dos y media de la tarde, el Che ordena la retirada de los heridos y los enfermos, mientras contiene con el resto a las fuerzas enemigas. A partir de entonces, el pequeño grupo queda fragmentado.

    Una ráfaga hiere al Che en la pantorrilla, destruye su carabina M-2 y lo obliga a retroceder al interior de la quebrada. Años después, el combatiente Harry Villegas contaría: “Hay que imaginarse cómo son aquellos lugares, un terreno (…) lleno de zigzags, de lomas que se unen de tal manera que aunque solo nos separaban 300, 400 o 500 metros, en realidad no podía verse qué pasaba desde una posición a la otra”.

    Herido, cojeando y con un fuerte ataque de asma, al Che le cuesta moverse rápido. Simeón, un boliviano de 32 años que se había unido a la guerrilla en marzo, ayuda a avanzar al comandante. Los dos caminan sin comprender que van directo a una emboscada. Cuando se dan cuenta, un cabo y dos soldados los encañonan y apresan.

    El Che no oculta su identidad. De todas formas, es cuestión de tiempo que descubran quién es. Casi oscurece y el capitán Gary Prado, al mando de los militares, no quiere arriesgarse a que los guerrilleros replegados intenten rescatar a su líder. En realidad, estos ignoran que está allí.

    Luego de caminar dos kilómetros, sobre las siete y media de la tarde llegan al caserío de La Higuera, último punto del viacrucis del Che. En la escuelita del lugar, que solo tiene dos cuartos, encierran a los guerrilleros. En uno está Simeón, junto a los cadáveres ensangrentados de sus compañeros Olo Pantoja y René Martínez Tamayo; luego también encerrarían a El Chino. En el otro cuarto dejan al Che y le dan una aspirina para el dolor en la herida de la pierna. Nadie sabe qué pensamientos pasan por su cabeza en aquellas horas de espera.

    Mientras tanto, en La Paz, el Ministro de Guerra y varios generales deliberan sobre el destino del prisionero y acuerdan ejecutarlo. Comunican su decisión al presidente de Bolivia, René Barrientos, y este aprueba la sentencia de muerte del Che Guevara, que será transmitida a La Higuera.

    Esa noche, la última de su vida, el guerrillero argentino toma un plato de sopa de maní, que le ofrece la esposa del telegrafista del pueblo. Un enfermero le lava la pierna con desinfectante: única atención para quien siempre promovió el buen trato a los prisioneros. Más tarde, cerca de la medianoche, conversa con los soldados que lo custodian; son gente humilde, vienen de familias mineras.

    Recibida la orden de ejecución, en la mañana del día 9 los oficiales buscan entre la tropa un voluntario para acabar con el Che. Mario Terán, hombre de baja estatura, suboficial del Ejército, asume el papel de verdugo. Le han prometido un reloj y un viaje a la academia militar de West Point, en Estados Unidos. Nunca tendrá el reloj ni viajará.

    A la una de la tarde, mientras asesinan a balazos a los dos prisioneros del cuarto contiguo, el Che ve entrar a Mario Terán. Sabe que viene a matarlo. Terán duda, retrocede un paso hacia la puerta, no se atreve a disparar, aunque algunos cuentan que bebió para encontrar el valor. El Che, con las muñecas atadas, se levanta, mira fijamente a su ejecutor y le dice: “Póngase sereno, usted va a matar a un hombre”.

    Terán cierra los ojos y dispara una ráfaga. Cuando los abre, el guerrillero tiene las piernas destrozadas y se retuerce de dolor en el piso de la escuela. De sus heridas brota un río de sangre. La segunda ráfaga atraviesa su torso y deja de moverse…

    Termina todo. Ha muerto el Che Guevara. El cadáver, luego, será trasladado hasta Vallegrande y en la lavandería del hospital Nuestra Señora de Malta la enfermera Susana Osinaga lavará el cuerpo. Dirá años después que durante toda su vida la acompañó la mirada como de Cristo redentor con la que el Che se quedó en la memoria de sus verdugos.

    Termina todo. ¿O acaso es, de alguna manera, otro comienzo? Queda fijada para siempre en el corazón de la tarde continental, la estrella súbita, caída, perenne, de los pobres de América.

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