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    El Che ilumina los actos de amor

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    El Che ilumina los actos de amor

    ¿Por qué será que el Che tiene el don de no haber muerto aquel ocho de octubre, hace casi 56 años? ¿Por qué humillarlo si se creció ante los humilladores?: «¡Póngase sereno y apunte bien! ¡Va usted a matar a un hombre!», le dijo al suboficial asesino, mirándole a los ojos aquel fatídico 9 de octubre de 1967.

    Un cubano que estuvo bajo las órdenes del Comandante Guerrillero revela desde la intimidad más absoluta, las cualidades humanas y de amor de quién sigue siendo su Che, su jefe, en el combate y en la vida cotidianos.

    Efrén de Jesús León Nápoles —León, como le conocen sus allegados—,86 calendarios, lo retrata de carne y hueso, la verdadera envoltura de los héroes.

     El teniente coronel (r) de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, tenía 20 años cuando llegó a la Sierra, con vestimenta campesina, pantalones raídos y los zapatos sin amarrar.

     Atado a la memoria prodigiosa para no errar en el tiempo, León recuerda al Che fuera de los cánones sabidos: el hombre valeroso, el Guerrillero, el estratega militar batiéndose en la Sierra Maestra, en la toma del cuartel de Güinía de Miranda; en la Batalla de Santa Clara, en el Congo, en la inhóspita jungla boliviana… estadista brillante, intelectual, economista, profeta…

     «¿Por qué el Che hizo tanto en tan poco tiempo?, se pregunta León. Y él mismo responde: por convicción, pero, sobre todo, por amor». A todo cuanto hizo se entregó con amor. Al conocer que la abuela estaba enferma entró a la habitación y no salió hasta que ella cerró los ojos. Decidió entonces ser galeno.

    «Cuando llegaron los primeros heridos en la Sierra, él fue el primero en curarlos haciendo valer su condición de médico; el Che era creativo, entusiasta y sabía ser el primero en todo, por eso es que también fue el primero en ganarse los grados de Comandante.

    «Quién no recuerda el triste pasaje del Cachorro Asesinado, cuando fue necesario sacrificar a un perrito, porque se quedaba atrás y empezaba a ladrar y la tropa corría peligro. Así lo hizo en muchas ocasiones hasta que el Che ordenó privarlo de la vida y quedó el estremecedor».

     El propio Che escribiría después: «Llegamos por la noche a una casa, también vacía; era en el caserío de Mar Verde, y allí pudimos descansar. Pronto cocinaron un puerco y algunas yucas y al rato estaba la comida. Alguien cantaba una tonada con una guitarra, pues las casas campesinas se abandonaban de pronto con todos sus enseres dentro.

    «No sé si sería sentimental la tonada, o si fue la noche, o el cansancio... Lo cierto es que Félix, que comía sentado en el suelo, dejó un hueso. Un perro de la casa vino mansamente y lo cogió. Félix le puso la mano en la cabeza, el perro lo miró, Félix lo miró a su vez y nos cruzamos algo así como una mirada culpable. Quedamos repentinamente en silencio. Entre nosotros hubo una conmoción imperceptible. Junto a todos, con mirada mansa, picaresca con algo de reproche, aunque observándonos a través de otro perro, estaba el cachorro asesinado».

    Jamás había olvidado al animalito. Una prueba más de que el amor siempre fue su brújula.

    Tras salir de El Salto, en la Sierra Maestra, el 31 de agosto de 1958, la columna ocho Ciro Redondo, que comandaba Guevara con 140 efectivos, atraviesa todo el territorio oriental hasta llegar a las llanuras de Camagüey.

    Cuenta Efrén que cuando el Che los reunió para hablarles de la misión de ir hacia Las Villas, en cumplimiento de una estrategia militar ordenada por Fidel Castro, les advirtió de los riesgos que ello podía ocasionar. El combate en el llano no era igual que en las montañas y que hacer la travesía no era obligación.

    «Es un acto de amor, también, cuando le dice a Fidel en la carta de despedida: …llegó la hora de separarnos. Sépase que lo hago con una mezcla de alegría y dolor, aquí dejo lo más puro de mis esperanzas de constructor y lo más querido entre mis seres queridos... y dejo un pueblo que me admitió como un hijo».

    «¿Quién puede dudar que fue un acto de amor cuando zarpó en el yate Granma hacia Cuba, el 25 de noviembre de 1956, después que Raúl lo llevara ante Fidel; hacia una patria que no era la suya, pero que la amó tanto que en la propia carta de despedida reconoció que, si le llegaba la hora definitiva bajo otros cielos, su último pensamiento sería para este pueblo y, especialmente, para Fidel?».

    Efrén lo dice despacio. La nuez se le mueve en la garganta como si tragara algo: «El Che no perdió la fe en el amor ni en los momentos más difíciles, en medio de enormes vicisitudes, escasez y falta total de alimentos, fatigosas marchas en las montañas y en la selva; el asedio constante del enemigo con poderosos medios de combate».

    Quién puede dudar, entonces, que no fuera por un gesto de amor cuando, allá, en la escuelita de la Higuera, llamó traidor y le escupió la cara al mercenario aquel, agente CIA; o cuando le dijo: «Dile a Fidel que pronto verá una revolución triunfante en América».

     

     

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