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    Confesiones y prejuicios

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    Confesiones y prejuicios

    Yo tenía 17 años cuando Ciego de Ávila fue sede nacional de la Jornada contra la Homofobia, la Bifobia y la Transfobia. Aquella mañana que vino la marcha a Morón estábamos en horario de receso y, con todo el desprejuicio de la adolescencia a cuestas, mis amigas y yo nos fuimos a curiosear al parque Martí.

    Acabo de encontrar que fue el 15 de mayo de 2013. Nosotras, y una buena parte de los adultos que por ahí andaban de mandados, trabajo, compras y rutinas intrascendentes, vimos con distintos ojos aquellas guaguas de las que bajaron hombres y mujeres en tacones, banderas de colores, promotores de salud sexual, gente eufórica, gente más tranquila; gente que gritaba, cantaba, bailaba o se besaba; gente que repartía preservativos (quién recuerda esos tiempos de “bonanza” de protección y anticonceptivos), gente que te miraba a los ojos con el gesto claro de “mírame también”.

    El timbre de la escuela sonó sin que pudiéramos oírlo, pero, eventualmente, la conciencia de buenas estudiantes nos llamó a entrar. Hasta ahí la única marcha que he visto, y a partir de ahí, el motivo de mi comentario.

    Ese día debió ser como cualquier otro de preparación para las pruebas de ingreso, y nosotras desconectamos del tema para conectar con las futuras ingenieras, abogadas, periodistas y trabajadoras de la Salud que seríamos. En mi memoria hay un salto desde la mañana hasta el momento de la tarde en que conté, en la casa, que había ido. De los adultos de mi medio, recibí sorpresa, preocupaciones tontas sobre mi prestigio y decencia, y un argumento repetido para racionalizar los prejuicios. “Imagínate, este pueblo no está listo para esas cosas”. “Van a crear más rechazo que aceptación”. ¿Qué necesidad hay de hacer las cosas tan visibles?”. Y, por supuesto, la niña que era borró su experiencia propia y empezó a repetir todo esto, incluso, delante de parejas homosexuales.

    La homofobia se esconde en esos términos medios. En ese “yo tengo amigos gays que no se besan delante de mí”, pero tú sí te besas con tu pareja en su presencia. En ese “Calendario no debería mostrar esas escenas, porque lo ven algunos niños”, los mismos niños que han visto besos, violencia y escenas de sexo en cuanta novela y película se ve en la casa. En ese “ustedes que son tan abiertos, tienen que respetar mi opinión”, cuando tu opinión es un mandato sobre la vida de otros.

    Si ahora le presto atención a la historia del inicio es porque la universidad, la vida, las lecturas y mi educación me han permitido ver cuando les “eché en cara” mi privilegio de persona heterosexual, cisgénero, y que en aquel momento tenía el derecho de casarse, salir de la mano de su pareja y quererse en público, sobre gente que no tenía ninguno. He perdido el consenso sobre muchos temas con la generación que me antecede, he ganado algo que se llama empatía.

    No soy quién para contar sobre discriminación para acceder a un puesto laboral, sobre dramas familiares por “salir del clóset”, sobre actos de odio o desprecio en plena calle, porque no lo he vivido y, precisamente en esta jornada, es la gente que sí lo ha hecho quien tiene que ser escuchada.

    Porque los supuestos siempre terminan venerando las apariencias, empezamos sin pronombres personales, solo el “tú” que le acomoda al género de las ambivalencias, porque tú puede ser Manuel y tú puede ser María. Pero hubo un momento de la concordancia en que ya no fue posible. O era delegada de la Circunscripción, o era delegado.

    Por eso hablo desde esa otra masa prejuiciosa que tiene lo hetero como norma y la moral como alfombra bajo la que barrer. Puede parecer radical decirlo, pero todos hemos sido “educados” en la homofobia, la bifobia y la transfobia. Lo han “desaprendido” las madres amantísimas que descubren que el amor está por encima de todo eso, lo han desaprendido los especialistas que estudian y producen ciencia para una sociedad mejor. Lo vamos logrando, no de una vez, sino cuestionando, poco a poco, cosas tan simples que para la comunidad (LGBTIQ+) son privilegios, a ver si logramos, poco a poco, convertirlos en derechos.

    En mi caso, acepto tener con mis mayores esas diferencias, si no puedo cambiarles. Por suerte, es una cuestión generacional. Y es la mía la que criará a la siguiente.

     

     

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