Lo confieso. Hasta hace pocos años, casi nunca me detuve a pensar demasiado en ti. Será porque no te comprendí realmente. O porque jamás me atrajo el relato gastado sobre un nuevo mesías, con pesebre en la calle Paula, y cruz en los campos de Dos Ríos. O porque vivimos en esta época confusa, llena de posverdades, posmodernismos y sinsentidos, y uno, aunque no lo quiera, también es hijo de su tiempo.
Todo eso cambió en algún momento de la Universidad, cuando ya podían ser imaginadas las grisuras de hoy, y te redescubrí entre lecturas y largas conversaciones en las que los estudiantes terminábamos, como siempre, arreglando el mundo. Aquellas veces te me hiciste gigante, y entendí que en ti estaba la clave para los problemas del presente y el futuro de la patria.
Además, en esa búsqueda encontré una verdad igual de valiosa: tras la pose del héroe, más allá de la imagen aséptica del escritor volcado a la poesía, hay un joven, un hombre, lleno de pasiones y sueños frustrados, atravesado por dolores del cuerpo y heridas del alma. Y, precisamente, ese Martí de carne y hueso, humano, falible, ese que todos pudiéramos llegar a ser algún día, fue el que me ganó para su causa, el que logró sumarme, ya para siempre, a las filas de los martianos.
Por eso, no puedo permanecer impasible ante las frases grandilocuentes, los discursos huecos y las consignas —el enorme charco de consignas— en el que, sin saberlo, algunos terminarán ahogándote. De tanto “quererte”, hay quien desearía guardarte en una vitrina, como la estatuilla de un santo, para mirarte de lejos, con solemnidad y pose de beatas.
Entiendo que puede resultar una imagen cruda, pero es la verdad. A fuerza de repetición, de tanto llamarte Apóstol sin tomarse el tiempo para asimilar tu apostolado, te convertirán en mera decoración, en promesa de dientes para afuera, en motivo retórico para la burocracia del pensamiento y la palabra divorciada de la acción.
Me preocupa que en tu bicentenario, en 2053, la generación de mis hijos no logre arrancarte de “tus claustros de mármol”. Temo que, golpe tras golpe, los lemas, los discursos, los carteles, los poemas y los spots de televisión te vacíen por completo de contenido. Me asusta pensar que los 28 de enero se conviertan en otra fecha más dentro de un plan de trabajo.
O acaso vamos por ese rumbo ya, y en estos momentos tu estatua de mármol se alejaa años luz de las nuevas generaciones... No lo sé. Solo espero que los cubanos sepamos mantenerte vivo en la memoria y la gratitud, y que un día tu semilla vuelva a transmutarse en flor, para suerte de los pobres del mundo y de esa familia de pueblos a la que bautizaste como Nuestra América.
Si me dejaran escoger entre el Apóstol y el hombre, prefiero una y mil veces al segundo. Los apóstoles se pasan el día escribiendo versos y pensando en las musarañas. Nunca sienten miedo ni rabia, y jamás tienen un momento de vacilación. Son rectos, pasmosos, sagrados, venerables… pero siempre nos mirarán por encima del hombro.
Tú, sin embargo, fuiste un hombre, con las mismas debilidades, esperanzas y temores de todos los hombres. Uno que enfermó en innumerables ocasiones, que aguantó sobre la piel la mordida del hierro y la cal, y que tuvo una vida marcada por las pequeñas derrotas cotidianas, por la soledad y el desamor.
Pero también fuiste mucho más que eso. Y en la voluntad de sobreponerte a los designios de tu época, a los reveses, a las incomprensiones y a tu propia condición humana, nos enseñaste a los hombres y mujeres de hoy, a los hombres y mujeres de todos los tiempos, que "no son inútiles la verdad y la ternura".
¿Cómo no creerte, cómo desconfiar de ti, si cada enero, contra todo pronóstico, vuelves a nacernos? Cuando más te necesitamos, creces bajo la yerba, y también sobre ella.