Le tiemblan las arrugadas manos. Ha llegado con suficiente antelación a la hora marcada para el inicio de la ceremonia. Quienes la acompañan, le conceden por un instante el privilegio de hablarle a solas. Acaricia el borde exterior del nicho y le cuenta en un susurro, ininteligible para los demás, pero que fluye cual cascada. Así, como agua prístina, percibe el alma del mártir que antes, mucho antes de la partida, fue y será siempre su hijo.
Tiene a bien no esconderle ni un ápice de las buenas y malas noticias, de lo mucho que ha cambiado el lugar donde tiró la primera piedra, de la maestra que ya no está, y de la familia que un día también forjó, acaso sin imaginar que marcharía tan lejos, hasta un punto situado más allá del horizonte, invisible desde el patio vestido de verdes, y de flores, de la casa de los viejos.
A la hora y el día fijado ha regresado junto a los suyos. Está allí, como siempre, desde hace 35 años. Viste su mejor atuendo, el del estoicismo. Ni los caprichos del tiempo, o algún que otro malestar, pudieron arrancarla de su puesto, aunque la muerte de un hijo impacte en lo más hondo y el consuelo que sea, apenas pueda aliviarlo. Y ni los asistentes entienden qué inspira más respeto, si las balas que surcan el espacio en medio del solemne acto, si el Himno de Bayamo, el renovado juramento, o las lágrimas de la madre, aún más fiera desde el día en que la muerte en combate fuera infausta noticia en casa.
No sabe cuántas veces volvió sobre las palabras de Fidel en el Cacahual, aquel 7 de diciembre, cuando el líder histórico de la Revolución dijo emocionado que a partir de entonces la fecha en que cayeron Maceo y su joven ayudante Panchito Gómez Toro se convertiría “en día de recordación para todos los cubanos que dieron su vida no solo en defensa de su patria, sino también de la humanidad” en otras partes del mundo.
Y si la coraza que le ha protegido en estos años duros ha sido invulnerable a tanto dardo, es porque esta Mariana —negra, mulata o blanca, que eso no es lo esencial—, se sabe que no es la única: 2085 cubanos murieron en la lucha por la eliminación del apartheid en el África ardiente, desde 1975 y hasta 1991. Otros, igual de valientes, sacrificaron sus vidas en otros escenarios lejanos, como lo hiciera un millar de cubanos en defensa de la España republicana, entre ellos, Pablo de la Torriente Brau.
En el centro del Panteón de los Caídos por la Defensa, a la madre-abuela le tiemblan las manos; una lágrima recorre el rostro ajado, pero no la doblega. El himno patrio la estremece otra vez, como si lo cantara con su voz de trueno el hijo inmortal, el que ordena y besa aun más intenso y mejor desde el día en que un proyectil le horadara el corazón en Cuito Cuanavale, Cangamba, u otro imborrable campo de batalla en la memoria de los buenos.