Aún no olvido los ojos de los anestesiólogos que me asistieron mientras los obstetras rasgaban mi vientre y traían a mis niños a su vida en el mundo. Tampoco sus nombres, como los de todo aquel que de algún modo nos cuidaron, cuando crecían dentro de una madre enferma y ya con demasiada edad para engendrar hijos.
No olvido cada mano que me sostuvo cuando de darme un triste diagnóstico se trató, cada palabra de consuelo al ver mi dolor ante la inminente partida de mi padre, y ante cada minuto de los que todavía pierdo el aliento ante la salud de mi madre que, al borde de sus 80 años, sigue aquí para cada uno de sus hijos.
Vuelven a mi mente miles de escenas vividas en salas de hospitales, en salones de espera, en consultas abarrotadas para un médico que todos quieren que lo socorra, que lo acompañe en su angustia, que le dé una esperanza de sobrevida o aunque sea un alivio hasta que todo termine.
Escenas magníficas porque no existe algo superior que presenciar a un ser humano, idéntico a miles de otros seres, en la batalla por la vida de muchos a los que nunca habían visto en su vida, pero que cuando llegan a sus manos se convierten en los más especiales y necesitados de la Tierra.
Seres que son un bálsamo para cuerpos adoloridos, para almas a veces cansadas de luchar, para espíritus enfermos; compañías insustituibles cuando el mundo parece abrirse debajo de tus pies, cuando a veces lo único que les resta recordarte es que estarán contigo hasta el final, suceda lo que suceda.
De médicos como estos está llena esta nación, de seres luminosos como los que cada día recuerdo están llenos nuestros servicios de salud, nuestros barrios; en medio de dificultades a veces insalvables, bajo una escasez nunca antes vivida, que pende sobre ellos cuál espada de Damocles, entorpeciendo su labor, llevándolos a límites extremos, pero nunca borrándoles totalmente sus ansias de servir, su vocación de artista, de restauradores.
El personal de nuestra salud, que ya ha tenido que enfrentarlo todo, que vio partir a tantos cubanos buenos en medio de la vorágine terrible en la que nos envolvió la peor pandemia que se haya vivido; que lograron vacunas en tiempo récord, que lo dejaron todo para irse muy lejos a luchar contra muchos otros males. Esos cientos de miles, salidos de hogares humildes, de aulas de escuelas, de prácticas laborales donde aprendieron que una vida no tiene precio y que por salvarla hay que enfrentarlo todo; esos cubanos, que caminan junto a nosotros, que abordan nuestro transporte público, que llegan exhaustos a sus hogares después de extenuantes jornadas merecen ser mirados con la gratitud más inmensa, esa que otorgamos cuando nuestros corazones no olvidan.
En días como estos, cuando se les ofrece el homenaje oportuno, cuando se les recuerda lo importante que resultan para el sostén de esta Cuba que sufre de muchísimos males, en momentos en que cuidar la salud es una garantía de seguridad para poder seguir adelante con el trabajo que hará que nuestra tierra florezca para el beneficio de todos sus hijos; debemos activar los recuerdos, estar atentos a quienes nos reciben en un Cuerpo de Guardia, en un consultorio, a quienes nos curan la más mínima dolencia, a esos que se reinventan cada día para no dejar su puesto, su trabajo hermoso en manos de nadie, esos que, a pesar de todo y de tanto, nos aseguran que es posible sanar; que pueden enfermarse tratando de salvar a sus hermanos de tierra, a esos médicos, enfermeras, a todo el que dedica, o dedicó, cada día de su existencia a pelear por la sobrevida, que extienden la mano, ponen el hombro; les debemos consideración perenne, respeto infinito, palabras de gratitud; esas que son en definitiva, el más grande de los homenajes para estos profesionales que de tanto entregar pueden ganarse que quienes pasen por sus manos no olviden nunca sus nombres, sus miradas, y que deseen para ellos que crezcan y que cada vida que toquen sea salvada.